Tras el golpazo de la pandemia, la Unión Europea se vio obligada a suspender el Pacto para facilitar una inyección de recursos públicos sin precedentes. Y ahora, en medio de la incipiente recuperación, Bruselas reconoce la imposibilidad de volver a aplicar las normas a rajatabla porque provocaría una nueva recesión. La Comisión Europea ya ha lanzado el proceso de reforma y el consenso sobre la necesidad de introducir cambios se ha abierto paso a tanta velocidad que el debate ha pasado a ser sobre la magnitud de una revisión prácticamente inevitable.
El antiguo presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, calificó las reglas del Pacto de Estabilidad de “estúpidas”. Hay quien, parafraseando a Il profesore, prefiere tildarlas de “idiotas”. Otros, con menos vehemencia, apuntan a sus defectos: complicadas, oscuras, ininteligibles -excepto para unos pocos funcionarios europeos- o difíciles de cumplir sin provocar un “alto coste social y económico” en algunos países de la Unión Europea (Grecia, Italia, Portugal, España o Francia). Con este punto de partida, crecen los partidarios de revisar el Pacto o, al menos, retocar sus reglas de funcionamiento. Tras la crisis de la covid-19, las normas diseñadas en 1997 se antojan ya totalmente anacrónicas y, si no estúpidas, como mínimo inaplicables.
A la cabeza del impulso de la revisión se ha situado toda la Comisión Europea, que lanzó en septiembre una consulta pública para recoger propuestas, retomando su iniciativa de febrero de 2020. El objetivo es incorporar las lecciones y consecuencias de la pandemia, una hecatombe sanitaria que ha obligado a disparar el gasto y la deuda pública para paliar las consecuencias económicas y sociales.
Tras la Comisión se han sumado otros organismos como el Consejo Fiscal Europeo ―una especie de Airef europea― y, por la puerta lateral, el Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede), que ha publicado una propuesta de reforma elaborada por varios de sus economistas. El documento no es la posición oficial del Mede, pero cuesta imaginar que no cuente con el visto bueno de su presidente, el halcón alemán Klaus Reggling.
Los principios más conocidos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento son dos: el déficit anual de las cuentas públicas no puede superar el 3% del PIB y la deuda de los Estados tiene que estar por debajo del 60%. Pero a partir de aquí todo se va complicando y oscureciendo hasta para quienes tienen la responsabilidad de aplicarlo. “Alguno de los que trabajan con ellas las compara con la Sagrada Familia”, ha ironizado el comisario europeo de Economía, Paolo Gentiloni, en este diario. Una de esas normas nada fáciles de entender para legos y casi imposibles de cumplir sin provocar una recesión es la de reducir toda la deuda que exceda de ese listón del 60% a un ritmo de un veinteavo cada año. Un tajo de tal magnitud condenaría a varios países, entre ellos España, a una caída brutal del crecimiento, según coinciden economistas de todas las escuelas. “La senda de reducción de la deuda debe ser más realista”, ha reconocido el comisario italiano.
“Lo sensato es reconocer que hay reglas que no han funcionado y otras que son estúpidas, como la del veinteavo”, apunta el economista Carlos Martínez Mongay, “es más sensato reconocer que lo que tienes no funciona”. Lo mismo viene a decir el Consejo Fiscal, que añade que eso resta credibilidad. En principio, los países tienen que volver a las normas suspendidas el año que viene. Pero en el camino se ha cruzado una recuperación vigorosa ―o rebote por ahora― y, al mismo tiempo, incierta: cadenas de suministro colapsadas y una inflación por las nubes a la que se añade ahora un nuevo latigazo de la pandemia, con medidas restrictivas para frenarla en bastantes países centroeuropeos (Bélgica, Alemania, Austria, Holanda…).
Sobre ese escenario se ha abierto el debate para una nueva revisión, que hace algo más de una semana llegó por primera vez al Eurogrupo y al Ecofin, la reunión de ministros de Finanzas del área euro y de la UE, respectivamente. “Fue bastante bien”, apuntan varias fuentes al tanto de cómo transcurrió el debate entre los ministros. “Casi todos estaban de acuerdo en que hay que hacer las normas más sencillas”, señalan en una de las delegaciones presentes, “lo que no está tan claro es que todos entendamos eso de la misma forma”. Y así lo apuntaban esta misma semana desde uno de los países que siempre han mostrado más reticencias al cambio, quedando claro que su postura no se ha movido desde la carta que firmaron varios de ellos en septiembre, añadiendo que lo primero es gastar con eficacia el dinero del fondo de recuperación.
Entre las aportaciones a ese debate, destaca la del Consejo Fiscal, que en el informe que defendió su presidente ante la Eurocámara el jueves, aplaude la apertura del debate y aboga por una reforma en 2023, “mejor que una aplicación discrecional de las reglas existentes”. Su propuesta pasa por mantener el techo del déficit en el 3%, trajes a medida para reducir la deuda y proteger la inversión junto a un fondo que tenga la capacidad de estabilizar las economías (como durante la crisis lo ha sido el SURE, que ha financiado los seguros de desempleo estatales).
Ese traje a medida es también lo que defiende Paul de Grauwe: “No tiene ningún sentido económico el 60%. Para unos puede ser el 60% y para otros el 80%, depende”. Este profesor de Economía Política en la London School of Economics defiende que la deuda no tiene por qué ser mala si se destina a inversión. La senda de reducción de deuda individualizada también la pone sobre la mesa Martínez Mongay, quien, no obstante, subraya que “hay países con niveles de deuda que no bajan en momentos de crecimiento y suben ya con una pequeña recesión”.
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